+ En el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo. Amén.
Oración inicial
Hoy
te pido, Señor, que, en este rato de oración, me hagas ver la grandeza de la
elección. Me has elegido porque me amabas. Y me has elegido para que enseñe a
amar a los demás. Me has elegido para crear entre los hombres y mujeres de este
mundo una familia, la familia de los hijos de Dios.
Del santo Evangelio según san Marcos 3, 13-19
En
aquel tiempo, Jesús subió al monte, llamó a los que él quiso, y ellos lo
siguieron. Constituyó a doce para que se quedaran con él, para mandarlos a
predicar y para que tuvieran el poder de expulsar a los demonios.
Constituyó entonces a los Doce: a Simón, al cual le impuso el nombre de Pedro; después, a Santiago y a Juan, hijos de Zebedeo, a quienes dio el nombre de Boanergues, es decir “hijos del trueno”; a Andrés, Felipe, Bartolomé, Mateo, Tomás, Santiago el de Alfeo, Tadeo, Simón el Cananeo y a Judas Iscariote, que después lo traicionó.
Palabra del Señor.
Reflexión
h
Hoy,
el Evangelio condensa la teología de la vocación cristiana: el Señor elige a
los que quiere para estar con Él y enviarlos a ser apóstoles. En primer lugar,
los elige: antes de la creación del mundo, nos ha destinado a ser santos. Nos
ama en Cristo, y en Él nos modela dándonos las cualidades para ser hijos suyos.
Sólo en vistas a la vocación se entienden nuestras cualidades; la vocación es
el “papel” que nos ha dado en la redención. Es en el descubrimiento del íntimo
“por qué” de mi existencia cuando me siento plenamente “yo”, cuando vivo mi
vocación.
¿Y para qué nos ha
llamado? Para estar con Él. Esta llamada implica correspondencia: «Un día —no
quiero generalizar, abre tu corazón al Señor y cuéntale tu historia—, quizá un amigo,
un cristiano corriente igual a ti, te descubrió un panorama profundo y nuevo,
siendo al mismo tiempo viejo como el Evangelio. Te sugirió la posibilidad de
empeñarte seriamente en seguir a Cristo, en ser apóstol de apóstoles. Tal vez
perdiste entonces la tranquilidad y no la recuperaste, convertida en paz, hasta
que libremente, porque te dio la gana —que es la razón más sobrenatural—,
respondiste que sí a Dios.
Es don, pero
también tarea: santidad mediante la oración y los sacramentos, y, además, la
lucha personal. «Todos los fieles de cualquier estado y condición de vida están
llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad, santidad
que, aún en la sociedad terrena, promueve un modo más humano de vivir»
(Concilio Vaticano II).
Así, podemos sentir
la misión apostólica: llevar a Cristo a los demás; tenerlo y llevarlo. Hoy
podemos considerar más atentamente la llamada, y afinar en algún detalle de
nuestra respuesta de amor.
Para la reflexión personal
a) ¿Cuál es la misión que Jesús nos tiene
encomendada a cada uno de nosotros?
b) ¿Qué faceta de la vida de Jesús nos sentimos
llamados a realizar en el día a día?
c) ¿Cómo la llevamos a cabo?
d) Para Jesús es fundamental «subir al monte» y
tratar con Dios antes de tomar decisiones importantes. ¿Cómo tomamos en nuestra
vida las decisiones? ¿Quién nos ayuda a tomarlas?
Medita la oración hecha canción.
ORACIÓN: ¿Qué le digo a Dios?
Orar,
es responderle al Señor que nos habla primero. Estamos queriendo escuchar su
Palabra Salvadora. Esta Palabra es muy distinta a lo que el mundo nos ofrece y
es el momento de decirle algo al Señor.
Reza un Padre Nuestro, un Ave María y un Gloria
Pidámosle a Santa María, nuestra Madre, su ayuda.
Madre
mía, medianera de todas las gracias: tú
sufriste un gran dolor por el abandono que hicieron los amigos de Jesús el día
de su suplicio en la Cruz.
Aquellos
hombres habían sido elegidos por tu Hijo con amor de predilección, y tú los
acogiste como Madre y derrochaste tu amor por ellos durante aquellos años de
vida pública de Jesús.
Los
conocías muy bien a todos, porque los acompañabas, y porque ellos también
abrían su corazón contigo. Te contaban sus cosas, y tú les contabas las cosas
de Jesús que guardabas en tu corazón.
Fue
grande tu sufrimiento cuando no estuvieron presentes a la hora del dolor, con
excepción de Juan. Y sufriste especialmente por Judas. Estoy seguro de que
pediste por la salvación de su alma, porque una madre nunca abandona.
Madre,
yo no quiero abandonar a tu Hijo, no quiero traicionarlo: ¡dame la gracia de la
fidelidad!
Amén.
+ En el nombre
del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo. Amén.
Padre José Luis Romero
Landeros IJS
Referencias:
Espada de dos
filos.
Mi vida en Xto.
La oración
nuestra de cada día.
Jóvenes
católicos.
Ocarm.
Rezandovoy
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